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Ballet: luces y sombras

  • Foto del escritor: María Huelga
    María Huelga
  • 24 abr 2021
  • 6 Min. de lectura

El mundo del ballet esconde una gran dicotomía entre hombres y mujeres


Por María Huelga e Iratxe Begoña



Él pensaba que las puntas no serían tan diferentes a las tradicionales alpargatas que tanto había lucido durante años. Se equivocaba, le parecieron incómodas, pensó que su convivencia con ellas sería difícil y sin embargo, por alguna extraña razón, jamás pensó que un calzado podría hacerle sentir tan firmemente con los pies en la tierra.


Josu Belar, bailarín amateur de ballet clásico, siempre había querido aprender a ejecutar un “Jeté” con soltura, la exquisitez con la que se movían los grandes bailarines le embelesaban, nunca pudo aprender, pues sus propios miedos se lo impedían. Para paliar su sed, se refugió en otro tipo de danza, la danza tradicional vasca, y aunque esta fuera ruda y tradicional, la disfrutó hasta la última gota.


Durante años las plazas de cada pueblo en las que bailaba se convirtieron en su obra de teatro: “Tenía claro que quería bailar, así que me decanté por la danza vasca, ya que por cuestiones de tradición, para la figura masculina era muy fácil entrar en esta disciplina”. Josu pensó que había encontrado aquella vocación que tanto había buscado. Sin embargo, una vez más, se equivocaba...


Los inicios


Unai Benguria, estudiante de Artes Escénicas en la universidad Dantzerti, define como “curioso” el hecho de que sea el único hombre en su asignatura de ballet: “Esta profesión comenzó con los hombres en el ballet de corte”. Y definitivamente, así fue.


Los orígenes del ballet se remontan a los siglos XV y XVI, concretamente a la era del Renacimiento Italiano. No mucho más tarde, la danza terminó por desplazarse hasta Francia, donde finalmente se desarrolló profundamente por su influencia aristocrática. Fue utilizada en ocasiones como espectáculo en las bodas, con el fin de entretener a sus anfitriones.


Durante el reinado de Luis XIII de Francia, conocido como “El Justo”, las mujeres no tenían acceso a esta danza: “No las dejaban trabajar por el momento. Los hombres se vestían de mujer para introducir este género en el escenario sin tener que contratarlas”, confirma Benguria.


“Esta disciplina introduce al sexo femenino en el Romanticismo” - cuenta Unai - “así, pasó a centrarse toda la atención del ballet en la figura de la mujer”. Es por ello, que las zapatillas de puntas contribuyeron en la época romántica a la destrucción de la danza masculina. El bailarín, dejó de ser protagonista para convertirse en un soporte para la bailarina.


Eterno aprendizaje


Es necesario hablar de la endoculturación para mostrar el valeroso poder de todo aquello que el ser humano acoge en su interior como aprendido. El antropólogo estadounidense Marvin Harris, considerado el creador del materialismo cultural, en su obra “Antropología cultural” define este término como “Una experiencia de aprendizaje a través de la cual la generación de más edad incita, induce y obliga a la generación más joven a adoptar los modos de pensar y comportarse tradicionales”.

En base a esta afirmación, la forma de vida en sí misma es aquella que aprendemos de nuestros antepasados. Este aprendizaje tan establecido y consolidado en nuestra sociedad ha motivado infinidad de debates y desacuerdos debido a las desigualdades que ello conlleva. Uno de los ejemplos más claros, la desigualdad entre hombres y mujeres en determinadas costumbres, actividades o artes como el ballet.


A toda disciplina se le asocian determinadas características y requisitos que los individuos deben cumplir para que se considere “correcto” practicarla. Desde tiempos inmemoriales, asociamos el azul y el fútbol a la masculinidad, el rosa y el ballet a la feminidad, y todo aquel que se salga de esa norma, se convierte inevitablemente en un marginado social, pues no está en la casilla que debe.


Es un hecho que estas asociaciones no fluctúan solo en la manipulación del camino de cada persona, sino que también son nocivas en su bienestar mental y emocional. Cuando somos pequeños y nos adentramos en esa incipiente madurez, uno de nuestros dilemas existenciales suele ser la incertidumbre de quiénes somos.


Es por ello, que vincular una disciplina tan exigente como el ballet a que esta deba ser cosa de mujeres, provoca un desasosiego en la estabilidad mental de todo aquel que quiera practicarla, generando una mayúscula frustración y en consecuencia, una crisis de identidad. Un claro ejemplo de esta afirmación, se aprecia en la asociación entre la figura masculina en el ballet y la homosexualidad. Quizá la tradición no sea capaz de entender que la expresión corporal no va necesariamente ligada a la orientación sexual, es por ello que quienes debemos entenderlo para poder alcanzar un bienestar social inclusivo seamos nosotros, y de esta forma poder adentrarnos en el camino de la diversificación.


El problema de esta dicotomía yace en la privación al individuo de ciertas costumbres y actividades desde que nace hasta que desarrolla la suficiente fuerza para enfrentarse a estas marcadas pautas. En consecuencia, sale de su caparazón para decidir libremente sin la influencia de juicios externos. Sin embargo, ¿qué pasaría si la guía de nuestros caminos no estuviera deliberadamente marcada por nuestros sexos? Uno de nuestros protagonistas, Josu Belar, confirma nuestra teoría: “La cultura es un sistema de valores, el propio lenguaje nos guía de alguna manera, tendemos a decir “la bailarina” en vez de “el bailarín”, pues la figura que debemos comprender en el mundo del baile es la femenina”.


Es esencial, por tanto, la labor de los profesores y las profesoras a la hora de educar el desarrollo de cada cuerpo de forma libre e independiente, exento de cualquier canon que distinga entre sexos. Oiane Azkonizaga, directora de la academia L’atelier en Durango y profesora de ballet clásico, es tajante en su alegato para la inclusión: “Es importante romper con hombre y mujer en cuanto a la clasificación de personas, lo ideal sería un ballet para quien quiera bailar”.


La paupérrima diversidad en la moda del ballet En el ballet no solo existen desigualdades entre hombres y mujeres en el ámbito cultural, también se aprecian diferencias en la moda hecha para esta disciplina, y es que las prendas masculinas que se ofertan en el mercado son sólo aproximadamente el 10% frente al 90% de las prendas femeninas. Miren Irureta, trabajadora de Decathlon en Durango, califica como “vergonzosa” la distinción sexual que se hace en la moda del ballet. Ella misma afirma que tiene una lucha personal interna al tratar de no clasificar las prendas para hombres o mujeres: “Es muy triste que a día de hoy sigamos pensando en el azul y el rosa”. En este contexto, el problema no sólo yace en la carencia inclusiva de las ventas, sino también en las dificultades que tienen la mayoría de los hombres al no poder encontrar tallas en sus compras para la danza.



Entre dos mares


Observando el ballet en su totalidad o desde un punto de vista un tanto ajeno a la profesión, apreciamos que la mayoría de las personas asocian esta danza con la feminidad. Sin embargo, muchos desconocen lo que esconde el ballet en cada paso, salto o giro; y es que los movimientos corporales y el vestuario de los bailarines y bailarinas están repletos de significados de género, agotando las oportunidades de igualdad entre los sexos.


La danza se convierte en un duro reflejo de la sociedad cuando nos topamos en el escenario con la delicada, dulce y bella bailarina, llegando a convertirse en ciertas ocasiones en un objeto de deseo. Avanza en puntas, con pasos suaves y ligeros hasta alcanzar los brazos del hombre. Le permite entonces sujetar sus caderas, y él acaba su actuación alzando a su compañera al aire, y poder dejar al desnudo su característica e imprescindible fuerza. A su vez, se limita únicamente a ensalzar la figura de su compañera, en teoría, protagonista de la escena.


La estructuras establecidas son bastante antiguas para la sociedad actual, así lo cree Unai: “En las historias proyectadas a través de los bailes del ballet, el hombre siempre es el protector, el salvador.” Aun así, el bailarín respeta la técnica, “pero eso no significa que un hombre no pueda aprender a bailar en puntas ni que una mujer no pueda saltar igual de alto que un hombre.”


Sin embargo, estos estereotipos no son los únicos que acompañan al ballet; las prendas que ocupan los armarios de bailarines y bailarinas acogen los mismos significados: “Te enseñan que las mujeres han de ir en tutú, pero los hombres en mallas.” - cuenta Ainhize, profesora de ballet en Ross dantza eskola- “Al fin y al cabo nadie lo pone en duda. Inconscientemente lo vamos arraigando.”


Tampoco son iguales las características corporales exigidas a un género y a otro. El hombre ideal ha de tener manos grandes, un torso proporcionado y unos brazos con buen tono muscular. La mujer perfecta, unas piernas largas - pero sin volumen - y con un arco pronunciado. La exigencia de la danza de mantener cuerpos delgados, provoca que las bailarinas caigan en enfermedades que afectan a sus cuerpos. El estudio realizado por el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Salud (IICS) en 2017 concluyó que la insatisfacción corporal en las bailarinas era de un 38,8%.


Nos alegramos al escuchar a Unai cuando nos cuenta que los pensamientos han evolucionado: “Ahora todo el mundo es capaz de hacer lo que se proponga. Y es algo muy enriquecedor para nuestra mente, no solo para la técnica.”


Y puede que tenga razón y que los prejuicios estén dejándose a un lado, aunque a la vista está que quedan aspectos que mejorar. La película “Billy Elliot”, dirigida por Stephen Daldry (2000) mostraba ya la evolución de las ideas de un padre cuando su hijo le confesaba que quería ser bailarín: “Los varones practican fútbol o boxeo. Ningún condenado ballet”- le replicaba su padre al principio. “Pero, ¿Qué tiene de malo? Es totalmente normal” - pensaba Billy. Y la verdad, es que estaba en lo cierto.



 
 
 

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